martes, 29 de enero de 2013

A las catorce y veinticinco.

Despertó tras dormir unas cuantas horas. Ya era por la mañana y el Sol ya estaba en lo más alto del cielo. Miró el reloj: las diez. Sus ojos marrones estaban asimilando la luz que poco a poco entraba por la ventana.. Se desperezó y comprobó que él no estaba a su lado en la cama. Se mostró extrañado, pues siempre se levantaba antes. En ese momento sonrió; sabía lo mucho que le gustaba dormir. ¿A dónde habría ido tan temprano?

No tardó en sacar algo de ropa limpia del armario y colocarla en una percha del baño. Entró a la ducha con él en la mente, preguntándose que urgencia podría haberle ocasionado levantarse a tal hora de la mañana. No era propio de él, definitivamente. Salió de la ducha y, mientras sus pies cubrían el mojado suelo del baño, miró al espejo y sonrió. Su sonrisa no se podía comparar con nada, porque sencillamente era única. Y no por el simple hecho de su brillo, sino por el hecho de que nunca paraba de mostrarla, ya fuera en las situaciones más incómodas de la vida o en las más graciosas. No dejaba de sonreír, porque para él, era una metáfora de seguir siendo feliz en todo momento. 

Pasó la mañana de aquí para allá, limpiando y ordenando un poco la casa y comprobando que todo estaba bien. También dedicó una parte de aquella maravillosa y soleada mañana a estudiar unos apuntes de medicina que había dejado abandonados la noche de antes, cuando cayó en brazos del sueño sin darse cuenta. Tuvo la mente ocupada en fórmulas e imágenes del cuerpo humano hasta que el timbre de su casa sonó. Antes de abrir pasó por aquella estantería que tantos libros contenía. Sonrió de nuevo al ver su foto en el estante superior. Allí estaban los dos, inmortalizados para toda la vida en forma de fotografía. Miró la hora: eran las catorce y veinticinco de la tarde.

Al abrir la puerta, todos sus sentidos se bloquearon. Era él. Pero no venía solo. Alguien le acompañaba. Esta vez no era la policía con motivo de algún escándalo en alguna noche de fiesta desfasada. Tampoco era la típica vecina que pedía sal. Observó que él llevaba entre sus brazos un bebé; una niña. La pequeña clavó sus ojos grises en las de él, que se apoyó en la puerta para no caerse. No sabía que decir, estaba conmocionado. Los apuntes de medicina se convirtieron de pronto en felicidad instantánea  desplegando una sonrisa de sus labios que solo podía descifrarse como amor. 

- Saluda a tu padre, Eva. Es el protagonista de una gran historia.- dijo él, meciendo a la niña en brazos, enviándole miradas de ternura y cariño, mientras besaba al sorprendido, que a duras penas debido a la emoción y a la felicidad que sentía, pudo susurrar un 'te amo' entre lágrimas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario