He recorrido las calles durante miles de años, incluso millones. Y todavía sigue habiendo gente que lucha cada día por sus sueños, inmortalizándolos en una explosión de sonrisas y colores sin fin, en instantáneas en blanco y negro o simplemente en una trompeta o un saxofón. He aprendido que no solo los valientes saben luchar, sino que también los débiles tienen una oportunidad de abandonar sus miedos y echar a volar. He aprendido que hay cosas maravillosas en el mundo como ver a una madre dándole el pecho a su hijo y cosas terribles, como ver morir a aquellas personas por las que darías la vida por un sólo segundo más a su lado. He aprendido a bailar con La Luna y a contarle mis problemas a las estrellas mientras ellas me miraban con cara de querer rozar la tierra, cansadas del nocturno cielo. He aprendido a saltar, a vivir, a sonreír, a soñar y a no tener miedo, porque precisamente solo se encuentra en mi y no en ninguna cosa que me rodea.
También he aprendido a vigilar las luces de la ciudad, para que no dejen de iluminar a los cientos de artistas que brillan cada noche por las calles de Italia y Francia. Y por supuesto, he aprendido a valorar a la gente que de pequeño me sacaba una sonrisa de oreja a oreja en la gran carpa del circo. He aprendido a recordar todos los días de mi vida a la naturaleza, y a darle gracias por haberme hecho así, como soy, porque sé que cada uno tenemos una esencia única e irrepetible, y que por eso somos especiales. He aprendido que no nacemos por nacer; nacemos para ser felices y hacer felices a los demás. También aprendí que los sentimientos son maravillosos y que cada uno puede ser bueno o malo a su manera. Pero de lo que más orgulloso estoy de haber aprendido, ha sido de conocer el amor, que, aunque a veces duela, no deja de ser maravilloso.