Hace tiempo escribí una versión del mito heleno de Narciso y Ameinias, y hoy os la traigo para que la podáis leer. Ameinias, locamente enamorado de Narciso, se suicida al descubrir que su amor no es correspondido. Mientras muere, la diosa de la venganza promete hacerle conocer a Narciso el dolor del amor no correspondido. Narciso sufrirá las consecuencias enamorándose de la única persona que él nunca tendrá: él mismo.
EL JOVEN NARCISO
Escrito por Miguel Lucena
Escrito por Miguel Lucena
Cuentan
las leyendas pueblerinas que no hay más condena eterna que vivir enamorado de
alguien que con certeza se sabe que no va a ser correspondido. El amor a veces
puede ser una explosión de sensaciones nuevas, aunque otras veces puede ser la
mayor de nuestras perdiciones. Algo parecido les ocurrió a nuestros dos
protagonistas: Ameinias y Narciso. La amistad puede ser peligrosa cuando se
trata de un futuro acercamiento a sentimientos más profundos. Parece ser que
dicho proverbio no fue aceptado muy bien por Ameinias, un joven griego que
disfrutaba yéndose de caza con su amigo Narciso a los bosques más profundos y
misteriosos de su tierra. Éste, siempre gentil y generoso, hablaba animadamente
con su compañero de aventuras cuando de pronto, vieron a un ciervo correr como
un relámpago entre la hierba. Ameinias se lanzó a cazarlo con su poderoso arco,
pero su amigo le paró cuando estaba a punto de disparar la flecha.
-
Es sólo una cría, Ameinias. Déjala vivir.
El
espíritu noble de su amigo y sus ojos azules que reclamaban clemencia fue lo
que hizo que el joven arquero se enamorara de él. Narciso y Ameinias pasaban
muchas horas en el bosque. Su afición favorita era discutir de ética con los
faunos, que sonrientes, les dedicaban siempre una agradable conversación. Otras
veces, las hadas eran las que les pedían ayuda para reunir magia a través de la
corteza de los árboles. Donde hubiera un pájaro herido o un espíritu del bosque
enfadado, allí estaban Ameinias y Narciso para calmar el ambiente y asegurar
que todo estaba bien.
Un
día, Ameinias sintió que un aviso en su corazón le impulsaba a contarle la
verdad a su amigo sobre sus sentimientos. Entonces, el joven cazador llevó a
Narciso a lo más profundo del bosque, cerca de un manantial de claras aguas.
Narciso, extrañado por la decisión de su amigo de ir a ese sitio, le pidió
explicaciones amablemente.
-
Sólo hay una razón por la cual estás aquí, Narciso.- empezó a decir Ameinias
con el corazón en la mano y rezando a los dioses para que todo saliera bien.-
Nos conocemos de mucho tiempo y cada día nos hemos forjado como amigos hasta
tal punto que nos hemos convertido en hermanos. Quería confesarte el secreto
que he guardado dentro de mí desde hace mucho. Y espero que ese secreto no
rompa nuestra cadena fraternal nunca.
Ameinias
cogió las manos de su compañero y respiró hondo, contemplando su reflejo en el
lago. Acto seguido, miró a Narciso directamente a los ojos y le besó. Narciso
se quedó petrificado, temblando al mismo tiempo que soltaba las manos del joven
arquero.
-
¿Qué…acabas de hacer…?
-
Mi secreto es el secreto del amor, el amor que siento por ti y que tanto he
temido confesarte hasta el día de hoy.
Narciso
quedó mudo al oír esas palabras de la boca de su amigo. Con una mueca de
rechazo, huyó a toda prisa hacia la salida del bosque, asustado. Ameinias, que
no podía creer lo que estaba pasando, se arrodilló frente al lago y contempló
su rostro en el agua. Alguien estaba llorando dentro del manantial. Era él. La
soledad que sentía al no estar su compañero le hundió todavía más. ¿Con quién
descubriría la magia en la corteza de los árboles para las hadas a partir de
ahora? ¿Quién conversaría con los faunos sobre ética? Ameinias, que parecía
enloquecer por lo que había hecho, se dirigió hacia la salida del bosque,
destrozado y acompañado por un cortejo de lágrimas que parecían no tener fin.
Pasaron
los días y Narciso no volvió a ver al joven cazador. Éste se pasaba todo el
tiempo en su casa, destrozado. Ya no tenía ganas de salir a cazar o pasear por
el bosque. No sin Narciso. Muchas veces intentó ir a su casa para tener
noticias de él, pero la puerta nunca se abría si era Ameinias el que llamaba.
Una noche, ensimismado en su propia locura y desesperación, Ameinias cogió un
puñal de la mesa de su cocina y se dirigió a la casa de su amado, con los ojos
llenos de lágrimas y la mano sangrando de tanto apretar el mango del cuchillo.
Tenía una rabia contenida en el cuerpo que no sabía de qué manera la podía
hacer explotar. Las velas de la casa de Narciso estaban apagadas. Parecía que
no había nadie en ella. Ameinias dio unas vueltas alrededor del edificio,
esperando a que alguien viniese. Estaba loco por saber algo de Narciso, aunque
fuese un segundo de su vida después de lo que pasó. Ameinias miró el puñal.
Sabía perfectamente lo que hacer con él.
<>
No
había número de lágrimas para describir el llanto de Ameinias por el rechazo de
Narciso. Cuando el puñal estaba a punto de rozar el pecho del joven, la diosa apareció
en forma de luz.
-
Quieto, Ameinias.
Ameinias
se vio sorprendido por la cegadora luz que tenía voz de mujer. Era la diosa
Némesis, la diosa de la venganza, que había hecho acto de presencia sobre el
tejado de la casa de Narciso.
-
¡Alabados sean todos los dioses! ¡Alabada sea la diosa Némesis!
-
¿Qué te araña la conciencia, joven cazador?
-
Alguien que vive a escasos centímetros de aquí pertenece a mi corazón. Pero él
no quiere saber nada de mí. Y quiero acabar con este sufrimiento mediante mi
propia muerte.
-
¡No seas cobarde, Ameinias! ¡Y afronta el olvido como un hombre!
-
No hay tiempo para afrontar nada. ¿Acaso puedes hacer que me ame?
-
No puedo hacer que tu amado te ame. Ni tampoco puedo hacer que tú le olvides.
Pero puedo hacer que sienta el mismo daño que tú estás sintiendo por no ser
correspondido.
-
Eso me consuela. Aunque sigo pensando que ya no valgo nada si no tengo sus
palabras.
Ameinias
levantó el puñal y envuelto en lágrimas se lo clavó en el corazón. La luz se
oscureció y se volvió más negra.
-
El amor duele mucho más que esta herida de puñal…- dijo Ameinias. Cayó al suelo
inerte, con sus ojos clavados en la casa de Narciso. La luz del tejado
desapareció tras un estallido.
Liríope,
la madre de Narciso, encontró el cadáver del joven Ameinias unas horas más
tarde. Cuando Narciso se enteró de la muerte de su amigo ardió en locura y se dirigió
al bosque. Mientras sus lágrimas brotaban de sus ojos, observó que los faunos y
las hadas lo evitaban, escondiéndose en los huecos de los árboles y entre los
arbustos. La noche parecía llegar a su fin y los pájaros que cantaban para
anunciar la mañana no hicieron acto de presencia. La vida en el bosque estaba
paralizada. Parecía como si el tiempo se hubiera parado. Todo estaba más oscuro
de lo normal y el silencio protagonizaba una de las estampas más tristes de las
profundidades de aquel paisaje. Narciso corrió y corrió hasta llegar al
manantial donde Ameinias le había confesado su amor. Recordó los momentos
felices junto a su amigo y se arrepintió de la reacción que había tenido aquel
día. Miró las claras aguas que brillaban con los primeros rayos de Sol y cayó
de rodillas ante ellas con lágrimas en los ojos. De pronto, sintió una
sensación rara, como si el lago le estuviese llamando. Observó que no podía moverse
de allí y que sentía como si necesitase el agua de aquel manantial para vivir.
Sintió un profundo deseo de tocar su reflejo, una sensación que no parecía
tener fin; una sensación que le hizo pensar que sentía amor por primera vez.
Pero amor por ese joven que se movía dentro del agua. Aquel joven le sonaba
mucho, e incluso hacía muchos gestos como él. Desesperado por tocar a aquel
muchacho que se parecía tanto a él, cayó al agua, ahogándose en el acto debido
a la profundidad del lago. El silencio después de las salpicaduras del agua
marcó la salida del Sol.
Hadas
y faunos cuentan que varios días después del suceso brotó una flor a la que
llamaron narciso. Esa flor adornó el lugar donde Ameinias y Narciso pasaron sus
últimos momentos juntos, antes de que la vida de ambos cambiara para siempre.
La diosa Némesis cumplió su misión: Narciso había saboreado el dolor del amor
no correspondido. Pero no de una forma normal y corriente, sino de una forma en
la que Narciso nunca conseguiría obtener aquel amor del que se había
perdidamente enamorado, ya que como los faunos y las hadas pudieron comprobar,
su único amor verdadero fue su propio reflejo en el agua.