La conocí una noche en el karaoke. Vestía tan bella, tan peculiar. Me acerqué a ella con el vaso de ron en la mano y la besé en la mejilla. Después le susurré al oído que si quería cantar una canción conmigo. Con una pequeña sonrisa me dijo que sí. Me ruboricé y le di a mi fiel amigo la copa de ron. Estaba dispuesto a bordar la noche con aquella chica que apenas subía el escalón del escenario. Nos disponíamos a cantar una canción que a mí me encantaba. Parecía que a ella le volvía loca ese tema. Mientras empezaba la canción, me fijé en su pícara belleza. Tenía los ojos pintados de negro de una forma tan especial que casi se me cae el micrófono. Me quería perder en esos labios rojos y en ese pelo largo y liso con flequillo discreto. Vestía una falda marrón, camiseta negra y medias. Lo que más me gustaba de su vestimenta eran sus complementos. Un collar con perlas menudas y brillantes adornaban su cuello aquella noche. Los focos nos alumbraron como a dos estrellas. Era una noche para pasarlo bien, beber y olvidar. Los amores pasados no importaban. Ni siquiera me importaba el como iba a llegar aquella noche a mi casa, cuando el Sol rayara las primeras nubes del horizonte. Sólo tenía dos cosas en aquella velada: Ella y el micrófono para hacerla brillar. La letra pasaba rápida y ella me miraba en el estribillo siempre. Nunca antes había sentido tantas ganas de sentirme libre, de olvidar todo lo que se pueda olvidar. Le guiñé un ojo y seguía cantando. Por un momento la cogí de la mano y subí un poco el tono de mi voz. Su potencial voz cubría todas mis penas aquella noche. Era como si un ángel hubiese bajado desde el cielo y me hubiera alumbrado con su varita mágica. Esa noche era la reina. Y yo su rey. Esa noche éramos dos estrellas, que buscaban brillar y enamorarse en el gigante cielo estelar de la vida.